miércoles, 8 de agosto de 2012

Tumbando obstáculos a la democracia



Mayo de 2011, las plazas de las ciudades y pueblos de España se llenan de ilusión y esperanza ante una población que despierta y pide un cambio. Los ciudadanos comienzan a organizarse en torno al 15M para construir comúnmente nuevas alternativas que mejoren su situación, hasta que topan con la realidad y chocan con una estructura de poder, en forma de políticos y de Constitución, que impide que estas nuevas ideas puedan ser desarrolladas en el Parlamento y ser efectivas.

Ante esta situación, dentro del propio 15M, comienzan a organizarse las Asambleas Constituyentes, espacios de debate y construcción de un nuevo contexto constituyente que, según Federico Noriega, miembro de la asamblea de Sevilla, “cambie las normas de juego y asegure la participación ciudadana en la política”. Con este espacio creador, los constituyentes pretenden sortear los obstáculos que las mayorías parlamentarias interponen a la hora de llevar a trámite las Iniciativas Legislativas Populares (ILP) o su reticencia a la hora de usar los referendos como método de consulta popular, entre otros, siempre con el objetivo final de asegurar la participación del pueblo en la toma de decisiones.


El catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, Roberto Viciano, argumentó en la presentación del libro Por una asamblea constituyente el pasado 5 de junio en Sevilla que, “el sustento de la Constitución Española está en la soberanía popular, pero la paradoja es que la Constitución sólo se puede cambiar desde la política”. Según Viciano, esto muestra el recelo a la participación democrática que lleva implícita la Constitución Española de 1978, que nació de los llamados “padres de la Constitución”, en lugar de ser una obra común de toda la sociedad española.

Pero este proceso de delegar en unos privilegiados el derecho y deber de una sociedad entera no es casual. La Constitución de 1978 y la Transición en sí, vista después de los años y a través de personas que no formamos parte de ella, no fue una construcción popular de una nueva realidad, como pretenden hacer los nuevos constituyentes, sino la adaptación a un nuevo tiempo del régimen franquista. Según el catedrático de Periodismo de la Universidad de Sevilla, Ramón Reig, “la Transición es un proceso lampedusiano (por el Gato Pardo de Giuseppe de Lampedusa), donde se cambia todo para que todo sigue igual”. Cambió el sistema de una dictadura a un sistema parlamentario, que no es poco, pero en la ya mencionada estructura de poder seguían impasibles los mismos jueces, las mismas cúpulas militares y policiales, las mismas élites económicas… y también el paternalismo político y su idea de “es mejor que yo decida por ti”.

Es por esto por lo que cada son más la personas que piden un nuevo marco político en España que suponga, no sólo un cambio de partidos, sino una nueva forma de participar en las decisiones que dirigen la sociedad, una nueva forma de interacción entre ciudadanos e instituciones. Durante los últimos tiempos, movimientos progresistas como Stop Desahucios o el sindicato SAT, con sus ocupaciones y expropiaciones, están difuminando cada vez más la línea que separa lo legal de lo legítimo, obligando a políticos, instituciones y ciudadanos individuales a posicionarse dentro o fuera de la Constitución y el sistema que esta construye. Esta intención podría haber sido interpretada hace pocos años como no sólo una traición a la patria, en su sentido más faccioso, sino como un atentado contra el buen convivir de los españoles normales y corrientes de todas las clases sociales. Hoy, después de que el ciudadano haya sido testigo de cómo en agosto de 2011 los dos principales partidos políticos modificaban la Constitución sin consultar al Parlamento ni a la ciudadanía, sino a instancia de intereses extranjeros, después de ver cómo los derechos recogidos en la Carta Magna, incluso los que tienen un plus de protección, sólo son papel mojado, y después de que la crisis haya destapado las prioridades del sistema, que no son otras que asegurar la supremacía del capital por encima de los trabajadores, cuestionar, discutir e intentar superar la Constitución no es una osadía, sino una obligación. Por más que la derecha mediática e institucional acuse a la fuerza progresista de romper el pacto constitucional, la verdadera izquierda en estos momentos debe de seguir por este camino, concienciando de que no es ella la que rompe el Estado Social y de Derecho de 1978, sino que por el contrario, debe de proponerse como punta de lanza en la lucha por reconstruir ese Estado hecho añicos a base de decretos gubernamentales y a consta de nuestros derechos. 

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